Después de 20 horas en un avión me veo en el silencio de este apartamento alto y luminoso con vistas a la mezquita y al hipódromo de Buenos Aires. Recién llegada, el sol acaricia, es primavera y desde la cristalera se ve el jardín del edificio con gente al borde de la piscina ya instalada en las tumbonas.
Sí me acurruco apoyada en el costado izquierdo -como llevo ese antifaz de fieltro negro que dan en los vuelos intercontinentales- las imágenes que atraviesan mi cabeza son en su mayoría claras, tienen que ver con flores, luz, cerezas y todo un caleidoscopio diurno introducido en una gran esfera de cristal blanco, hecho de hexágonos. Sí, en cambio, pruebo a volverme al otro lado, -con la mejilla derecha apoyada en el sofá de cuero marrón de invitados-, las imágenes son oscuras, profundas y se hilvanan en pequeñas narraciones, casi en sueños.
Antes del viaje pensé que una de las cosas más atractivas del destino sería este jet-lag, poder salirme del otoño húmedo y oscuro próximo al solsticio de invierno. La temprana oscuridad me precipitaba en un penoso estado de somnolencia con la postura rígida de no haber entrado en calor en todo el día.¡Sí, el jet-lag tendría cosas buenas en mi estado, aunque sólo fuese el sacarme de la introspección forzosa del Otoño!. Por lo demás, al estar Federico - mi anfitrión- muy ocupado, mi semana en Buenos Aires parecía iba a transcurrir con las actividades acostumbradas que se suceden en los días de ocio en casa; desayunar más de una vez en cualquier café apetecible, ir al cine o al concierto, pasear por el parque y mirar las nubes con frecuencia. Claro que iba a estar más sola. ¿Pero, no era esa la terapia?
Bajo en el ascensor de hierro blanco. Las flores del tilo del jardín se han colado y cubren la madera del luminoso hall de entrada. El portero se afana en barrer la capa blanca y amarilla perfumada.."¿qué tal, cómo le va?"
Buenos Aires con sus avenidas sobre-dimensionadas. Es mi primer paseo y ya me doy cuenta que me deslizo sobre un mapa a otra escala; cuadras kilométricas, árboles oscuros de raices interminables y siempre a lo lejos -aunque ya estés muy cerca- las estatuas gigantescas de los héroes de la patria. La maqueta se agranda y parece casi a tiempo real cuando logro leer lo que reza el pedestal de las estatuas; nunca nada parece haber ocurrido hace más de doscientos años. ¡Qué placer sentir el sol de primavera y qué alivio no sentir la carga de la historia!.
Intento llegar al Museo de Artes Decorativas que "sólo" esta a ocho cuadras. Ando como Alicia, sin apenas avanzar y pienso, "quizá he venido a Buenos Aires a andar por un damero gigantesco, caminar y caminar con la sensación de no llegar a ningún punto".
Me veo desde arriba diminuta, dando pasos sin moverme realmente, de aquí al museo -que en el mapa se veía tan cerca- transcurre creo mediodía y aunque estoy en la acera, los coches pasan muy lejanos por la Avenida del Libertador, debo ser la única que se desplaza a pie por estas grandes avenidas latinoamericanas.
Por la noche vamos al apartamento de Daniel Bohm. Creo no haber estado nunca antes en un apartamento "realmente" panorámico como este. Parece ocupar los cuatro lados de una planta del rascacielos más más alto de la plaza de San Martin. A cada habitación le sigue con naturalidad la siguiente; living, área de trabajo, cocina, cuarto de servicio, vestidor, invitados... y todo un mundo que gira hasta completar los 360 grados del cielo. Un lujo que en la España de mi infancia no se veía más que en las series americanas. Me viene a la memoria la vida con vistas al Central Park de "Mis adorables sobrinos". Cada capítulo comenzaba con unos diamantes que daban vueltas sobre sus ejes al ritmo de una melodía alegre y sofisticada.
Abajo tuvimos que atravesar el recinto amurallado de conserjes, escaleras de servicio, escaleras de residentes. Un acorazamiento de la vida privada que en Europa es difícil de encontrar. Supongo que subimos al trozo de cielo de los "elegidos" de San Telmo, Recoleta, San Martín. Dentro, la vida de Dani se desarrolla sin embargo de forma exquisitamente natural; la didícil logística de reservar el restaurante de la cena, organizar las agendas de los invitados. Terminamos cenando en el patio de un restaurante porteño. Algo que aquí por lo visto no es tan fácil sin reserva previa. Nada mejor que una cena entre amigos cerca de un árbol perfumado. Aunque por el jet-lag no sé sí tengo hambre, pruebo por primera vez un exquisito ceviche peruano. Oigo cansada hablar de Montevideo, comida peruana, residencias en Punta del Este. Siento estar de nuevo en un mundo a otra escala; el damero gigantesco latinoamericano.